jueves, 24 de agosto de 2023

"El recelo del agua" de Bibiana COLLADO



Título
"El recelo del agua"  

AutorBibiana COLLADO   

Editorial: Rialp 

Temática: Poesía  

Nº de páginas: 66 

Edición: 2017 

Sinopsis 
Accésit del Premio Adonáis 2016 por 'su serena renovación de la poesía de carácter social y familiar desde la emoción y la memoria'

Presenta una poesía dolorida, hondamente vinculada a sucesos descarnados que sufren personajes como el de la madre, en la que se sabe profundamente enraizada y desde la que es capaz de construir todo el ensamblaje de su poemario, relacionado vivamente con la pérdida de identidad de nuestro país.

 A través  de evidentes saltos temporales, de superposición de planos, nuestra autora reflexiona sobre la intrahistoria española, ahondando en su complejo desarrollo, y sobre las raíces a partir de las cuales nos realizamos y crecemos humanamente.


El autor
1985  Burriana (Castellón)  -  
Es licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Valencia, donde también realizó el Máster de Estudios Hispánicos Avanzados (Premio Extraordinario de Máster).

En 2014 defendió su tesis doctoral, titulada “El imperio nuevo de tu palabra”: Canon, tradición y ruptura en poetas cubanas de la Revolución, que fue calificada con excelente cum laude.

En la actualidad es profesora de Lengua y Literatura, compaginando la investigación con la docencia.


En el ámbito de la escritura poética ha obtenido los siguientes reconocimientos:

- Premio Voces Nuevas de poesía, organizado por la Editorial Torremozas (2009); 
- Premi Universitat de València d’Escriptura de Creació, en castellano (2009) y en valenciano (2012); 
- XXXIV Premio de poesía Arcipreste de Hita (2012) por "Como si nunca antes" (Pre-Textos); 
- accésit del Premio Adonáis (2016) por "El recelo del agua" (Rialp); y 
- Premio Complutense de Literatura 2017 por "Certeza del colapso" (Ediciones Complutense).


Comentario
"El recelo del agua" es una reflexión  sobre cómo construimos nuestra identidad, para ello va creando con un lenguaje sutil, un ambiente en el que la figura de la mujer cobra especial importancia como sujeto poético. La clase social y el género siguen siendo determinantes. Ese “ser mujer” y formar parte de “los de abajo” continúa constituyendo una doble desventaja en este país y en este momento, a pesar de que muchos nos quieran hacer ver que las desigualdades han sido superadas.

La autora lleva a cabo una reconstrucción de la memoria; de la memoria concreta de una trabajadora, de su madre. Lo hace afirmando la dureza de sus condiciones laborales y de vida y siendo consciente del velo que la percepción infantil arroja sobre la realidad. 

Se produce, entonces, un reconocimiento no ingenuo en la madre por el lugar heredado en la sociedad como mujer (las tareas, los cuidados, la servidumbre). Desde ahí, con ternura, rabia y determinación, realiza un canto a la persistencia del vitalismo, a la fuerza y la energía que nos empuja a esforzarnos superando los obstáculos y las dificultades. 

Collado a través de la reivindicación individual, termina realizando una reivindicación de la dignidad de una generación de mujeres; de su entrega y de su resistencia. Recomendable.


CIERRE
Hoy decido enunciarme
desde los relatos de la tierra dura
y los inviernos de piedra y cal
que no he vivido.
Hoy decido que yo
debería ser feliz
porque mi vestido fue blanco,
porque no vi partirse
cayados contra las higueras
ni me herí las manos con las vides.
Debería estar siendo feliz
porque yo sí sé quién es don Antonio
y leí sobre la tierra de mis padres
en los cuentos de Max Aub.
Porque yo sí soy maestra
aunque no haya vivido en Francia,
aunque conserve y disimule
el miedo ancestral
de los de abajo
a no saber nunca lo suficiente.
Será porque guardo
la memoria del frío en los huesos,
el recelo del agua en el pozo,
las palabras del hambre en las manos.
Y un temblor hondo que ata
cada vez que miro a mi madre
que también se llama María
y aún recuerda a qué edad
bajó del cerro.


TRAJES AMARILLOS
I
Mi madre tomó la primera comunión
con un traje amarillo,
el único que recuerda de su infancia.
Aquel día no hubo familia,
ningún acompañante,
tan solo los niños solos
junto a las monjas que los invitaron
a una taza de chocolate
en la alegría torpe y áspera
de una salita sin ventanas.
Los hijos de los cabreros
son una masa huérfana,
para borrarles la miseria
 por un rato,
les borraron los padres
 y las chozas.

II
Al cumplir catorce años
decidieron bajar del cerro.
La pobreza refundada en la llanura.
La alegría parca de la supervivencia.
La nostalgia de mercurio urdiéndose
en las palabras de los recién llegados
a las bondades afiladas del pueblo.
Catorce años y doce horas al día
remachando bolsos en una fábrica
junto a otras tantas muchachas casaderas.
El fragor de la espera amortiguado
por el golpear de las planchas de acero.
Y un breve paseo los domingos
hasta la confitería de la plaza
donde comprarse un dulce de merengue
que allí llamaban “libertad”.
Después vendría la boda sin fotógrafo,
las nuevas mudanzas, las vendimias,
los camiones al amanecer, los hijos
con que resarcirse del hambre
y los padres que envejecen
y, en delirios, creen haber regresado
a lo alto del cerro.
Pero todo eso será después.
Entonces, con aquellos catorce años y doce horas
todavía notaba un sobresalto
al oír las campanas repicar tan cerca.
Y el trazado de las calles agolpadas a sus ojos
la sorprendía en la búsqueda del horizonte.
Entonces, que no se engañe nadie,
no eran felices sino jóvenes.
Aturdidos por el zumbido del origen
en algún momento dejaron de escucharlo.
Cuando la hija del patrón comulgó por primera vez,
les dieron libres unas horas
y participaron, mesa aparte, del banquete.
Sumergida y ajena, a la vez, en el festejo
mi madre decidió
no recordar su traje amarillo.


LAS MANOS
I
LAS manos de mi madre
tienen el olor ácido
de las naranjas —y las uñas negras—.
Quince minutos de descanso.
Un termo de café.
Cuatrocientas mujeres en una nave
industrial apilando cítricos.
Tienen el olor de lo casi podrido
y recolocan con prisa las sábanas,
temerosas de corromper
la niñez con el aliento exhausto
de los días.
En los recuerdos infantiles,
mi madre no tiene manos.
Y las fotografías obturan
la aspereza y las astillas
de los cajones.
También para ella,
crecer era escapar del escozor.
Tiempo de madrugadas escarchadas
donde miedo de madre y de hija
se confunde.
II
FINGIMOS haber coincidido
en algún punto de la edad adulta.
Fingimos que mi padre.

II
es cualquier hombre y no entendemos
porqué ellos duermen plácidamente
mientras nosotras velamos.
Fingimos complicidad y, a veces,
hasta nos la creemos.
Pero el peso es demasiado grande.
Pagamos el café y nos vamos,
antes de que alguna de las dos
exhiba demasiado su tristeza
y no podamos evitar sentir
que algo hemos hecho mal.

III
YO vuelvo de vez en cuando a casa
e intento devolverle
las manos a mi madre.
Recuerdo con ella aquel tiempo,
ya sin madrugadas escarchadas,
y difumino con paciencia el escozor.
Hoy preparamos juntas la ropa de cama
para la enfermedad venidera
y nos miramos, en silencio,
sin atrevernos a preguntar
si estaremos a la altura.
Otra vez los miedos confundidos.
Quizá ahora, al menos, lo sepamos.

DEBAJO DE LAS UÑAS
Debajo de las uñas,
ahí es donde se sienten
los perros desbocados de la sangre.
Ocultos en los pliegues y en las sombras
tensando la carne en su delirio,
ahí es donde retienen
los añicos de vida que nos quedan.
Quebrado el umbral de resistencia,
llega el latigazo y el aullido en desbandada.
Incapaces, los tendones han cedido.
Las fieras ya corren por el monte.
Acerquémonos a comprobar
las riendas rotas.






0 comentarios:

Publicar un comentario